
El 4 de julio no es simplemente una fecha patria: es un símbolo universal. Conmemora no solo el nacimiento de una nación, sino el surgimiento de un ideal. Un ideal que articula la libertad como valor central de la existencia humana, no como la mera ausencia de esclavitud o dominación, sino como actitud, sentido y principio moral. La libertad, en palabras de Jean-Paul Sartre, “es lo que haces con lo que han hecho de ti”. Es inseparable de la responsabilidad; es la capacidad de elegir en conciencia, con respeto por el otro.
Los Estados Unidos de América, desde su génesis, han pretendido ser faro de esos valores. Inspirados en ideales ilustrados como los de Jean-Jacques Rousseau y su concepto del contrato social, en la razón práctica de Kant y su respeto incondicional a la dignidad humana, y en la estructura racional del derecho como propuso Hans Kelsen, esta nación se ha erigido como modelo político y jurídico en defensa de la democracia, los derechos humanos y la justicia.
Jean-Jacques Rousseau escribió: “El hombre ha nacido libre, y sin embargo por todas partes se encuentra encadenado”. Esta reflexión, contenida en su obra ‘El contrato social’, denuncia las formas en que la libertad humana puede ser restringida por estructuras injustas, pero también propone que la verdadera libertad se conquista en comunidad, bajo leyes que el pueblo se da a sí mismo.
Para Immanuel Kant, la libertad era el núcleo de la moralidad. En su ‘Crítica de la razón práctica’, afirma: “La libertad es aquella facultad que aumenta el valor del ser humano dentro de sí mismo”. En otras palabras, la dignidad humana no es negociable ni derivada de utilidad o poder. Es un valor absoluto que exige respeto.
Hans Kelsen, en su ‘Teoría pura del derecho’, propone una estructura lógica del ordenamiento jurídico donde la Constitución es la norma suprema, situando al poder judicial como garante de la legalidad. Esta arquitectura jurídica ha influido decisivamente en el sistema estadounidense, donde el poder judicial ha sido históricamente el primero entre iguales.
En este entramado institucional, es fundamental recordar que el primer poder en Estados Unidos ha sido históricamente el poder judicial. Le sigue el poder legislativo, expresión directa de la soberanía popular a través del sufragio. Finalmente, el poder ejecutivo, delegado por el pueblo, representa la unidad de la nación, la conducción del Estado y la voz internacional del país.
Pero hay un elemento central que no puede pasar desapercibido: la migración. Esta nación fue edificada por migrantes. La migración no es un accidente ni un problema marginal. Es su raíz y su cimiento. Desde los primeros peregrinos puritanos que escaparon de persecuciones religiosas en Europa, hasta las olas de inmigrantes irlandeses, italianos, escandinavos, alemanes, canadienses, asiáticos y latinoamericanos, Estados Unidos se ha moldeado como una nación plural, dinámica, enriquecida por la diversidad.
Tratar a la migración como un fenómeno perturbador es desconocer el ADN de esta sociedad. Cada comunidad migrante ha aportado trabajo, conocimiento, cultura, valores familiares, fe, y sentido de pertenencia. La migración ordenada, calificada, humana y legal no solo fortalece el tejido económico y social del país, sino que lo revitaliza moralmente.
Como dijera Mahatma Gandhi: “La verdadera libertad no consiste en tener un amo justo, sino en no tener ninguno”. La libertad no es la simple ausencia de cadenas, sino vivir con la verdad en el alma. Y la verdad es que sin los migrantes, Estados Unidos no sería la nación que es.
Así como la paz no es la simple ausencia de guerra, la libertad no se reduce a la ausencia de esclavitud. La libertad es una forma de vivir, de pensar, de convivir. Y ningún país ha aspirado tanto a representarla como Estados Unidos. Esa es su responsabilidad, su desafío y su promesa ante el mundo.
JARB/