
El atentado contra Miguel Uribe y la urgencia de una ética pública en Colombia
El atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay no es solo un crimen que pone en vilo su vida, sino una señal profunda de que la palabra, cuando se convierte en arma, puede allanar el camino a la violencia física.
Un niño de 14 años, convertido en una máquina asesina, fue el autor material de los disparos, pero detrás del gatillo hay una cultura política degradada, un ecosistema de odio promovido desde los más altos niveles de poder, donde el lenguaje presidencial se ha convertido en un factor de riesgo colectivo.
El lenguaje presidencial como incubadora del odio:
No es casual que el atentado ocurra días después de una serie de publicaciones en la red X, donde el presidente Gustavo Petro no solo atacó públicamente a Miguel Uribe, sino que lo hizo utilizando agravios personales, referencias ofensivas y xenofobicas a su familia e insinuaciones infames que intentaban vincularlo a crímenes históricos sin prueba alguna. En un país con una historia marcada por los magnicidios, el discurso de odio no es retórica inocua: es un combustible peligroso.
Como bien advertía Michel Foucault, el poder no se ejerce solamente con leyes o coerción física, sino con discursos que estructuran lo posible y lo legítimo. Cuando un presidente asocia irresponsablemente y sin fundamentos a un joven político con supuestos actos de tortura de hace medio siglo, está moldeando imaginarios que legitiman la violencia contra él. Está activando el resentimiento de sectores vulnerables, alimentando una guerra simbólica que puede terminar (como en este caso en sangre).
El peso simbólico del atentado.
Miguel Uribe Turbay es hijo del dolor colombiano. Su madre, la periodista Diana Turbay, fue asesinada por el narcotráfico en 1991, y su historia es también la historia de una generación que ha sido golpeada por la violencia, pero que ha decidido levantarse para defender la democracia.
Atacar a Miguel no es solo atentar contra una persona: es atentar contra la Nación, contra una historia de resistencia, contra el símbolo de una generación que aún cree en las instituciones.
El atentado no puede desligarse de los discursos que lo precedieron. Lo advertía el sociólogo Norbert Elias: cuando se pierde el autocontrol emocional en los discursos públicos, la sociedad se desliza hacia la barbarie. Y si ese descontrol proviene de quien debería encarnar la figura de la moderación (el presidente de la República) el daño es aún más profundo.
Un niño sicario: fracaso estructural.
Que un menor de 14 años haya disparado es un retrato atroz de la Colombia profunda. Es una víctima más, no sólo de las mafias, sino de un Estado fallido, ausente y de una cultura del resentimiento. Como enseñaba Zygmunt Bauman, vivimos en una “modernidad líquida” donde los vínculos son frágiles y la ética se ha diluido. Ese niño no nació con odio; fue educado en él. Le enseñaron a señalar antes que a dialogar, a matar antes que a pensar. Lo adoctrinaron para “eliminar el objectivo”, el virtual enemigo; en este
caso ( el que que piense distinto).
La estigmatización como política de Estado.
No es la primera vez que el presidente Petro recurre al ataque personal como táctica política. Lo ha hecho con senadoras como Paloma Valencia y María Fernanda Cabal. Lo ha hecho con periodistas como Vicky Davila entre otras a quienes endilga el remoquete de: “ muñecas de la mafia”; también con jueces y con empresarios. Ha desdibujado la frontera entre la crítica legítima y la estigmatización peligrosa. Como dijo Karl Popper, una sociedad abierta no sobrevive cuando quienes están en el poder utilizan su autoridad para cerrar el diálogo, descalificar al adversario e imponer una narrativa única.
Petro, la xenofobia y la manipulación histórica.
Es aún más grave que el presidente haya intentado justificar el atentado con una referencia absurda y falaz: que la víctima era “hijo de una árabe”. Diana Turbay era colombiana, una periodista que buscó la verdad con valentía. No solo es una falsedad, sino que ese comentario introduce un elemento xenófobo que no tiene cabida en una Colombia mestiza, diversa y profundamente orgullosa de sus raíces caribeñas, árabes, indígenas y africanas. Es una irresponsabilidad que raya en lo demencial.
Quiero hacer un llamado final: no más violencia verbal, no más odio inducido.
Colombia necesita sanar, reconciliarse y transitar el camino de La Paz; pero no lo hará mientras desde el poder se siembre el odio y se agite el resentimiento como herramienta política. Como enseñaba Viktor Frankl, incluso en el sufrimiento más profundo, el ser humano puede escoger su actitud. El presidente Petro aún puede escoger por la Paz y la reconciliación de la nación. Puede asumir la responsabilidad ética de sus palabras; pero también los ciudadanos tenemos una tarea: no seguir ciegamente a líderes que nos conducen al abismo. Un verdadero Líder tiene la obligación inexcusable de preguntar , investigar y escuchar antes de odiar.
Hoy, la vida de Miguel Uribe pende de un hilo. Pero su historia y la de tantos colombianos que creemos en la democracia debemos recordarnos que el odio no puede seguir teniendo la última palabra , ni en Colombia ni en ningún lugar del mundo.
Somos más los que creemos en La Paz , en el amor y en la verdad . Luchemos por ello.